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Me dirigí a clase de Lengua aún en las nubes, tal era así que al entrar ni siquiera me di cuenta de que la clase había comenzado.

—Gracias por venir, señorita Swan —saludó despectivamente el señor Masón.

Me sonrojé de vergüenza y me dirigí rápidamente a mi asiento.

No me di cuenta de que en el pupitre contiguo de siempre se sentaba Mike hasta el final de la clase. Sentí una punzada de culpabilidad, pero tanto él como Eric se reunieron conmigo en la puerta como de costumbre, por lo que supuse que me habían perdonado del todo. Mike parecía volver a ser el mismo mientras caminábamos, hablaba entusiasmado sobre el informe del tiempo para el fin de semana. La lluvia exigía hacer una acampada más corta, pero aquel viaje a la playa parecía posible. Simulé interés para maquillar el rechazo de ayer. Resultaría difícil; fuera como fuera, con suerte, sólo se suavizaría a los cuarenta y muchos años. . Pasé el resto de la mañana pensando en las musarañas. Resultaba difícil creer que las palabras de Edward y la forma en que me miraba no fueran fruto de mi imaginación. Tal vez sólo fuese un sueño muy convincente que confundía con la realidad. Eso parecía más probable que el que yo le atrajera de veras a cualquier nivel.

Por eso estaba tan impaciente y asustada al entrar en la cafetería con Jessica. Le quería ver el rostro para verificar si volvía a ser la persona indiferente y fría que había conocido durante las últimas semanas o, si por algún milagro, de verdad había oído lo que creía haber oído esa mañana. Jessica cotorreaba sin cesar sobre sus planes para el baile —Lauren y Angela ya se lo habían pedido a los otros chicos e iban a acudir todos juntos—, completamente indiferente a mi desinterés.

Un flujo de desencanto recorrió mi ser cuando de forma infalible miré a la mesa de los Cullen. Los otros cuatro hermanos estaban ahí, pero él se hallaba ausente. ¿Se había ido a casa? Abatida, me puse a la cola detrás de la parlanchina Jessica. Había perdido el apetito y sólo compré un botellín de limonada. Únicamente quería sentarme y enfurruñarme.

—Edward Cullen te vuelve a mirar —dijo Jessica; interrumpió mi distracción al pronunciar su nombre—. Me pregunto por qué se sienta solo hoy.

Volví bruscamente la cabeza y seguí la dirección de su mirada para ver a Edward, con su sonrisa picara, que me observaba desde una mesa vacía en el extremo opuesto de la cafetería al que solía sentarse. Una vez atraída mi atención, alzó la mano y movió el dedo índice para indicarme que lo acompañara. Me guiñó el ojo cuando lo miré incrédula.

— ¿Se refiere a ti? —preguntó Jessica con un tono de insultante incredulidad en la voz.

—Puede que necesite ayuda con los deberes de Biología —musité para contentarla—. Eh, será mejor que vaya a ver qué quiere.

Pude sentir cómo me miraba al alejarme.

Insegura, me quedé de pie detrás de la silla que había enfrente de Edward al llegar a su mesa.

— ¿Por qué no te sientas hoy conmigo? —me preguntó con una sonrisa.

Lo hice de inmediato, contemplándolo con precaución. Seguía sonriendo. Resultaba difícil concebir que existiera alguien tan guapo. Temía que desapareciera en medio de una repentina nube de humo y que yo me despertara. Él debía de esperar que yo comentara algo y por fin conseguí decir:

—Esto es diferente.

—Bueno —hizo una pausa y el resto de las palabras salieron de forma precipitada—. Decidí que, ya puesto a ir al infierno, lo podía hacer del todo.

Esperé a que dijera algo coherente. Transcurrieron los segundos y después le indiqué:

—Sabes que no tengo ni idea de a qué te refieres.

—Cierto —volvió a sonreír y cambió de tema—. Creo que tus amigos se han enojado conmigo por haberte raptado.

—Sobrevivirán.

Sentía los ojos de todos ellos clavados en mi espalda.

—Aunque es posible que no quiera liberarte —dijo con un brillo pícaro en sus ojos. Tragué saliva y se rió. —Pareces preocupada.

—No —respondí, pero mi voz se quebró de forma ridícula—. Más bien sorprendida. ¿A qué se debe este cambio?

—Ya te lo dije. Me he hartado de permanecer lejos de ti, por lo que me he rendido. Seguía sonriendo, pero sus ojos de color ocre estaban serios.

— ¿Rendido? —repetí confusa.

—Sí, he dejado de intentar ser bueno. Ahora voy a hacer lo que quiero, y que sea lo que tenga que ser.

Su sonrisa se desvaneció mientras se explicaba y el tono de su voz se endureció.

—Me he vuelto a perder.

La arrebatadora sonrisa reapareció.

—Siempre digo demasiado cuando hablo contigo, ése es uno de los problemas.

—No te preocupes... No me entero de nada —le repliqué secamente.

—Cuento con ello.

—Ya. En cristiano, ¿somos amigos ahora?

—Amigos... —meditó dubitativo.

—O no —musité.

Esbozó una amplia sonrisa.

—Bueno, supongo que podemos intentarlo, pero ahora te prevengo que no voy a ser un buen amigo para ti.

El aviso oculto detrás de su sonrisa era real.

—Lo repites un montón —recalqué al tiempo que intentaba ignorar el repentino temblor de mi vientre y mantenía serena la voz.

—Sí, porque no me escuchas. Sigo a la espera de que me creas. Si eres lista, me evitarás.

—Me parece que tú también te has formado tu propia opinión sobre mi mente preclara.

Entrecerré los ojos y él sonrió disculpándose.

—En ese caso —me esforcé por resumir aquel confuso intercambio de frases—, hasta que yo sea lista... ¿Vamos a intentar ser amigos?

—Eso parece casi exacto.

Busqué con la mirada mis manos, en torno a la botella de limonada, sin saber qué hacer.

— ¿Qué piensas? —preguntó con curiosidad.

Alcé la vista hasta esos profundos ojos dorados que me turbaban los sentidos y, como de costumbre, respondí la verdad:

—Intentaba averiguar qué eres.

Su rostro se crispó, pero consiguió mantener la sonrisa, no sin cierto esfuerzo.

— ¿Y has tenido fortuna en tus pesquisas? —inquirió con desenvoltura.

—No demasiada —admití.

Se rió entre dientes.

— ¿Qué teorías barajas?

Me sonrojé. Durante el último mes había estado vacilando entre Barman y Spiderman. No había forma de admitir aquello.

— ¿No me lo quieres decir? —preguntó, ladeando la cabeza con una sonrisa terriblemente tentadora.

Negué con la cabeza.

—Resulta demasiado embarazoso.

—Eso es realmente frustrante, ya lo sabes —se quejó.

—No —disentí rápidamente con una dura mirada—. No concibo por qué ha de resultar frustrante, en absoluto, sólo porque alguien rehusé revelar sus pensamientos, sobre todo después de haber efectuado unos cuantos comentarios crípticos, especialmente ideados para mantenerme en vela toda la noche, pensando en su posible significado... Bueno, ¿por qué iba a resultar frustrante?

Hizo una mueca.

—O mejor —continué, ahora el enfado acumulado fluía libremente—, digamos que una persona realiza un montón de cosas raras, como salvarte la vida bajo circunstancias imposibles un día y al siguiente tratarte como si fueras un paria, y jamás te explica ninguna de las dos, incluso después de haberlo prometido. Eso tampoco debería resultar demasiado frustrante.

—Tienes un poquito de genio, ¿verdad?

—No me gusta aplicar un doble rasero.

Nos contemplamos el uno al otro sin sonreír.

Miró por encima de mi hombro y luego, de forma inesperada, rió por lo bajo.

— ¿Qué?

—Tu novio parece creer que estoy siendo desagradable contigo. Se debate entre venir o no a interrumpir nuestra discusión.

Volvió a reírse.

——No sé de quién me hablas —dije con frialdad— pero, de todos modos, estoy segura de que te equivocas.

—Yo, no. Te lo dije, me resulta fácil saber qué piensan la mayoría de las personas.

—Excepto yo, por supuesto.

—Sí, excepto tú —su humor cambió de repente. Sus ojos se hicieron más inquietantes—. Me pregunto por qué será.

La intensidad de su mirada era tal que tuve que apartar la vista. Me concentré en abrir el tapón de mi botellín de limonada. Lo desenrosqué sin mirar, con los ojos fijos en la mesa.

— ¿No tienes hambre? —preguntó distraído.

—No —no me apetecía mencionar que mi estómago ya estaba lleno de... mariposas. Miré el espacio vacío de la mesa delante de él—. ¿Y tú?

—No. No estoy hambriento.

No comprendí su expresión, parecía disfrutar de algún chiste privado.

— ¿Me puedes hacer un favor? —le pedí después de un segundo de vacilación.

De repente, se puso en guardia.

—Eso depende de lo que quieras.

—No es mucho —le aseguré. El esperó con cautela y curiosidad.

—Sólo me preguntaba si podrías ponerme sobre aviso la próxima vez que decidas ignorarme por mi propio bien. Únicamente para estar preparada.

Mantuve la vista fija en el botellín de limonada mientras hablaba, recorriendo el círculo de la boca con mi sonrosado dedo.

—Me parece justo.

Apretaba los labios para no reírse cuando alcé los ojos.

—Gracias.

—En ese caso, ¿puedo pedir una respuesta a cambio? —pidió.

—Una.

—Cuéntame una teoría.

¡Ahí va!

—Esa, no.

—No hiciste distinción alguna, sólo prometiste una respuesta —me recordó.

—Claro, y tú no has roto ninguna promesa —le recordé a mi vez.

—Sólo una teoría... No me reiré.

—Sí lo harás.

Estaba segura de ello. Bajó la vista y luego me miró con aquellos ardientes ojos ocres a través de sus largas pestañas negras.

—Por favor —respiró al tiempo que se inclinaba hacia mí.

Parpadeé con la mente en blanco. ¡Cielo santo! ¿Cómo lo conseguía?

—Eh... ¿Qué?—pregunté, deslumbrada.

—Cuéntame sólo una de tus pequeñas teorías, por favor.

Su mirada aún me abrasaba. ¿También era un hipnotizador? ¿O era yo una incauta irremediable?

—Pues... Eh... ¿Te mordió una araña radiactiva?

—Eso no es muy imaginativo.

—Lo siento, es todo lo que tengo —contesté, ofendida.

—Ni siquiera te has acercado —dijo con fastidio.

— ¿Nada de arañas?

—No.

— ¿Ni un poquito de radiactividad?

—Nada.

—Maldición —suspiré.

—Tampoco me afecta la kriptonita —se rió entre dientes.

—Se suponía que no te ibas a reír, ¿te acuerdas?

Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura.

—Con el tiempo, lo voy a averiguar —le advertí.

—Desearía que no lo intentaras —dijo, de nuevo con gesto serio.

— ¿Por...?

— ¿Qué pasaría si no fuera un superhéroe? ¿Y si fuera el chico malo? —sonrió jovialmente, pero sus ojos eran impenetrables.

—Oh, ya veo —dije. Algunas de las cosas que había dicho encajaron de repente.

— ¿Sí?

De pronto, su rostro se había vuelto adusto, como si temiera haber revelado demasiado sin querer.

— ¿Eres peligroso?

Era una suposición, pero el pulso se me aceleró cuando, de forma instintiva, comprendí la verdad de mis propias palabras. Lo era. Me lo había intentado decir todo el tiempo. Se limitó a mirarme, con los ojos rebosantes de alguna emoción que no lograba comprender.

—Pero no malo —susurré al tiempo que movía la cabeza—. No, no creo que seas malo.

—Te equivocas.

Su voz apenas era audible. Bajó la vista al tiempo que me arrebataba el tapón de la botella y lo hacía girar entre los dedos. Lo contemplé fijamente mientras me preguntaba por qué no me asustaba. Hablaba en serio, eso era evidente, pero sólo me sentía ansiosa, con los nervios a flor de piel... y, por encima de todo lo demás, fascinada, como de costumbre siempre que me encontraba cerca de él.

El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería estaba casi vacía. Me puse en pie de un salto.

—Vamos a llegar tarde.

—Hoy no voy a ir a clase —dijo mientras daba vueltas al tapón tan deprisa que apenas podía verse.

— ¿Por qué no?

—Es saludable hacer novillos de vez en cuando —dijo mientras me sonreía, pero en sus ojos relucía la preocupación.

—Bueno, yo sí voy.

Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran. Concentró su atención en el tapón.

—En ese caso, te veré luego.

Indecisa, vacilé, pero me apresuré a salir en cuanto sonó el primer toque del timbre después de confirmar con una última mirada que él no se había movido ni un centímetro.

Mientras me dirigía a clase, casi a la carrera, la cabeza me daba vueltas a mayor velocidad que el tapón del botellín. Me había respondido a pocas preguntas en comparación con las muchas que había suscitado. Al menos, había dejado de llover.

Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase cuando llegué. Me instalé rápidamente en mi asiento, consciente de que tanto Mike como Angela no dejaban de mirarme. Mike parecía resentido y Angela sorprendida, y un poco intimidada.

Entonces entró en clase el señor Banner y llamó al orden a los alumnos. Hacía equilibrios para sostener en brazos unas cajitas de cartón. Las soltó encima de la mesa de Mike y le dijo que comenzara a distribuirlas por la clase.

—De acuerdo, chicos, quiero que todos toméis un objeto de las cajas.

El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas se me antojó de mal augurio.

—El primero contiene una tarjeta de identificación del grupo sanguíneo —continuó mientras tomaba una tarjeta blanca con las cuatro esquinas marcadas y la exhibía—. En segundo lugar, tenemos un aplacador de cuatro puntas —sostuvo en alto algo similar a un peine sin dientes—. El tercer objeto es una micro—lanceta esterilizada —alzó una minúscula pieza de plástico azul y la abrió. La aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero se me revolvió estómago.

—Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar vuestras tarjetas, de modo que, por favor, no empecéis hasta que pase yo... —comenzó de nuevo por la mesa de Mike, depositando con esmero una gota de agua en cada una de las cuatro esquinas—. Luego, con cuidado, quiero que os pinchéis un dedo con la lanceta.

Tomó la mano de Mike y le punzó la yema del dedo corazón con la punta de la lanceta. Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la frente.

—Depositad una gotita de sangre en cada una de las puntas —hizo una demostración. Apretó el dedo de Mike hasta que fluyó la sangre. Tragué de forma convulsiva, el estómago se revolvió aún más—. Entonces las aplicáis a la tarjeta del test —concluyó.

Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros para que la viéramos. Cerré los ojos, intenté oír por encima del pitido de mis oídos.

—El próximo fin de semana, la Cruz Roja se detiene en Port Angeles para recoger donaciones de sangre, por lo que he pensado que todos vosotros deberíais conocer vuestro grupo sanguíneo —parecía orgulloso de sí mismo—. Los menores de dieciocho años vais a necesitar un permiso de vuestros padres... Hay hojas de autorización encima de mi mesa.

Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla contra la fría y oscura superficie de la mesa, intentando mantenerme consciente. Todo lo que oía a mí alrededor eran chillidos, quejas y risitas cuando se ensartaban los dedos con la lanceta. Inspiré y expiré de forma acompasada por la boca.

—Bella, ¿te encuentras bien? —preguntó el señor Banner. Su voz sonaba muy cerca de mi cabeza. Parecía alarmado.

—Ya sé cuál es mi grupo sanguíneo, señor Banner —dije con voz débil. No me atrevía a levantar la cabeza.

— ¿Te sientes débil?

—Sí, señor —murmuré mientras en mi fuero interno me daba de bofetadas por no haber hecho novillos cuando tuve la ocasión.

—Por favor, ¿alguien puede llevar a Bella a la enfermería? —pidió en voz alta.

No tuve que alzar la vista para saber que Mike se ofrecería voluntario.

— ¿Puedes caminar? —preguntó el señor Banner.

—Sí —susurré. Limítate a dejarme salir de aquí, pensé. Me arrastraré.

Mike parecía ansioso cuando me rodeó la cintura con el brazo y puso mi brazo sobre su hombro. Me apoyé pesadamente sobre él mientras salía de clase.

Muy despacio, crucé el campus a remolque de Mike. Cuando doblamos la esquina de la cafetería y estuvimos fuera del campo de visión del edificio cuatro —en el caso de que el profesor Banner estuviera mirando—, me detuve.

— ¿Me dejas sentarme un minuto, por favor? —supliqué.

Me ayudó a sentarme al borde del paseo.

—Y, hagas lo que hagas, ocúpate de tus asuntos —le avisé.

Aún seguía muy confusa. Me tumbé sobre un costado, puse la mejilla sobre el cemento húmedo y gélido de la acera y cerré los ojos. Eso pareció ayudar un poco.

—Vaya, te has puesto verde —comentó Mike, bastante nervioso.

— ¿Bella? —me llamó otra voz a lo lejos.

¡No! Por favor, que esa voz tan terriblemente familiar sea sólo una imaginación.

— ¿Qué le sucede? ¿Está herida?

Ahora la voz sonó más cerca, y parecía preocupada. No me lo estaba imaginando. Apreté los párpados con fuerza, me quería morir o, como mínimo, no vomitar.

Mike parecía tenso.

—Creo que se ha desmayado. No sé qué ha pasado, no ha movido ni un dedo.

—Bella —la voz de Edward sonó a mi lado. Ahora parecía aliviado—. ¿Me oyes?

—No —gemí—. Vete.

Se rió por lo bajo.

—La llevaba a la enfermería —explicó Mike a la defensiva—, pero no quiso avanzar más.

—Yo me encargo de ella —dijo Edward. Intuí su sonrisa en el tono de su voz—. Puedes volver a clase.

—No —protestó Mike—. Se supone que he de hacerlo yo.

De repente, la acera se desvaneció debajo de mi cuerpo. Abrí los ojos, sorprendida. Estaba en brazos de Edward, que me había levantado en vilo, y me llevaba con la misma facilidad que si pesara cinco kilos en lugar de cincuenta.

— ¡Bájame!

Por favor, por favor, que no le vomite encima. Empezó a caminar antes de que terminara de hablar.

— ¡Eh! —gritó Mike, que ya se hallaba a diez pasos detrás de nosotros.

Edward lo ignoró.

—Tienes un aspecto espantoso —me dijo al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.

— ¡Déjame otra vez en la acera! —protesté.

 

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